lunes, 12 de mayo de 2008

Un emboque al pulgar.


FUENTE:
Cantabria Tradicional
LIBRO:
“Cuentos de Bolos”
Manuel Delgado y Uranga“El Eco Montañés”, nº extra, 12-8-1900


La cosa pasó en Cartes, en la taberna de Quicón, el de Corrales, y fueron protagonistas de la escena, de una parte, Tío Fidel, el del Molino; Coteruca; Nardón, el de la tía Resabiá; y Celipe el Mellao, vecinos todos de Puente San Miguel; y de otra, Cachucu, Pisondera, Nelón y Trincajarras, vecinos de Cartes. El caso fue que, después de haber echado la discusión sobre cosas de ganadería y agricultura, se promovió el asunto de los bolos, y, ¡aquí te quiero ver, escopeta! No fue lío el que armaron entre los de Cartes y los de Puente San Miguel, defendiendo cada bando a los respectivos jugadores de sus pueblos.
En el período más álgido de la disputa, el Cachucu, ya bastante ajumau, se encaró con Tío Fidel, y adoptando una postura como de reto, le soltó a quemarropa la siguiente andanada:
- ¡Jiña! Que no paso por nada de lo sentau, y en lo respetive al juego de bolos, yo vos digo que no hay dengún nacío, parcialmente hablando, que tenga riaños pa ponese enfrente de los de Cartes… ¡Jiña!...; lo mismo al pulgar que a la mano; de pas cortu u de pas largu.
- Eso habría que sondearlu un pocu –replicó Tío Fidel-, porque haberlos ya los hay en el Puenti que son una notabiliá, y que tien más ojo que un lince pa meter un emboque cerrao, que da la mesma gloria el verlos jugar. Como Sidrón no hay dengún jugador en venticinco leguas a la reonda.
- Esi no vale una panoja, ande está El Camplengo de Cartes.
- El Puenti los tien mejores…
- Lo dichu, dichu está, y menus fantasía, que Cartes se lleva la palma… ¡Jiña!...
La cuestión hubiera terminado malamente si los de Puente San Miguel, que vieron la cosa mal parada, no hubieran tomado el partido de pronunciarse en retirada, como lo hicieron en el acto, emprendiendo la vuelta a Puente San Miguel y dejando a sus contrarios en no muy buena disposición de ánimo respecto al punto de si sería conveniente administrar una buena paliza a aquellos intrusos que les habían sacado de sus casillas.
La noticia del suceso de Cartes corrió por Puente San Miguel como un reguero de pólvora; el amor propio se exaltó hasta el último grado, hubo reunión de jugadores y, por último, acordaron proponer a los de Cartes un desafío a los bolos, bajo la base de tres partidos a mayores, y cruzando una apuesta de 100 pesos.
Ese reto fue aceptado por los de Cartes, que doblaron la suma de la apuesta; creció el entusiasmo en Puente San Miguel y cubrióse en el acto la cantidad. Se formalizó el desafío, levantándose acta del asunto y, previo riguroso sorteo, quedaron señalados de común acuerdo entre ambos bandos beligerantes el día en que había de tener lugar el esperado partido y la plaza; decidiendo la suerte que fuera la del Puente San Miguel el campo donde había de librarse la batalla.
II
El día prefijado para el torneo –un domingo de julio- amaneció verdaderamente espléndido, y el sol, luciendo con toda la fuerza de su potente foco, enviaba los haces de sus rayos sobre el hermoso caserío, inundando de luz y de colores el pueblo y la campiña.
“-¡El último tiro! -gritó Sidrón, como general que ordena un asalto a sus soldados”.
La noticia de aquel singular desafío, llevada en alas de la pública trompeta, había circulado en muchos pueblos limítrofes y aun en la capital de la provincia; así que un gentío inmenso, ávido de presenciar los incidentes de la lucha, había acudido a Puente San Miguel y, llenando las encrucijadas, los establecimientos, las casas particulares y el ferial, prestaba briosa entonación al soberbio cuadro, de bella perspectiva. El pueblo de Cartes en masa estaba allí, y los cuatro jugadores que iban a sostener en el palenque su destreza en el juego iban rodeados constantemente por numerosos amigos, que les animaban a la lucha.
En la bolera grande del pueblo –palenque de la fiesta- se habían habilitado unas gradas formando semicírculo y en sentido ascendente; en el centro de ellas se estableció una sencilla tribuna para los señores del jurado, y el resto, por ambos lados, destinóse para dar cabida al mayor número posible de persona que deseasen presenciar el partido.
III
Por fin llegó la hora; en las gradas se agitaba una multitud inmensa, y en todos los lados y a la espalda de la plaza se apiñaba un verdadero enjambre de personas que pugnaban por conseguir un puesto preferente.
Dada la señal por el presidente, rompieron la marcha en sentido contrario y, desde ambos extremos de la bolera, los dos bandos rivales, encontrándose frente a frente, en el mismo centro de la plaza, cambiaron sus saludos. Allí estaban representando a Puente San Miguel los cuatro campeones del pueblo: Sidrón, El Surdo, Minguco y Gorio, todos en traje de faena, en mangas de camisa, remangados hasta el antebrazo, y ostentando en sus cabezas la característica boina colorada. Cartes estaba representado por El Camplengo, Nardazas, Pisondera y El Romo, también en mangas de camisa, y luciendo la boina azul.
Se echó arriba, acertando los de Cartes, que quedaron de postre y los del Puente pusieron un tiro intermedio, contra el cuatro a la mano y con una raya de butrón.
Empezó el primer partido, y la lucha fue empeñadísima, ocurriendo en él incidentes originales, como el de meter dos emboques seguidos El Camplengo, contra otros dos que metió inmediatamente después Sidrón, y un birle de Minguco, que en una siega se llevó por delante ocho bolos de los nueve de la caja. Quedaron chico a chico, y perdieron el otro los del Puente por un bolo, ganando el primer partido los de Cartes. Jalearon a éstos los de las tribuna, oyeron los del Puente animosas excitaciones y, mientras tanto, los vasos de sangría circularon entre los sedientos jugadores.
Principióse el segundo partido, y con pequeños incidentes entre unos y otros, quedaron chico a chico, y remataron el otro ganando el partido los del Puente.
Nuevas aclamaciones de la multitud, nuevos ¡vivas!, y otra vez las voces de ¡ánimos, valientes!... dirigidas a los dos campeonatos, prestaron a éstos brioso empuje e interés a la lucha.
También en este último partido, que decidía la victoria, quedaron chico a chico; se echó arriba, tocando mano a los de Puente y postre a los de Cartes.
- ¡El último tiro! –gritó Sidrón, como general que ordena un asalto a sus soldados.
- ¡Y el cuatro al pulgar y a escuadra, limpio de polvo y paja! Replicó El Camplengo, armando el emboque y marcando la raya.
- ¿Cómo se llama?
- No tien nombri; está sin bautizar… El que tenga riaños pa metele que se haga la cuenta que es el padrino del nene. ¡Jiña!... y está dichu.
Tiraron los del Puente, subiendo solamente tres bolos, y en el birle estuvieron también tan desgraciados, que no hicieron más que diez y nueve bolos en junto.
Los de Cartes apretaron, y en poco estuvo que no concluyeran, pues llegaron a treinta y siete bolos, sacando en su consecuencia a los del Puente la bicoca de dieciocho bolos. La fortuna volvía las espaldas a los campeones de Puente, y sonreía, en cambio, a los de Cartes. En las gradas, y en todos los lados de la plaza, se manifestaban con gritos de alegría y con exclamaciones de despecho los opuestos sentimientos que ardían en aquella multitud compacta y anhelante.
Volvieron a tirar los del Puente, y… nada; las bolas pasaban limpias: dos o tres bolos cayeron y solamente faltaba una bola por tirar.
Era el último cartucho, y todas las miradas estaban fijas en el jugador que se disponía a consumirle. Cuando Sidrón, que él era, se agachó para coger la bola, -¡Aspera, hombri, aspera!-, gritó una voz de mujer desde las gradas, y una mozona, rubia como el oro y alta como un pino, se arrojó a la plaza y, a todo correr, llegó junto al infortunado jugador.
- ¿Qué quieres, Nela? –dijo Sidrón malhumorado.
- Que dejes esa bola.
- Ya está dejada.
- Ahora mírame.
- ¿Me quieres mucho, Sidro?
- ¡Que si la quiero! ¡Y me lo pregunta ella, la mi Peluca del alma! ¡Ingratona!
- Necesito una prueba, Sidro.
- Pues manda, mujer, manda; que aunque sea me tiro al río de cabeza por date gusto.
- No hace falta eso.
- Pues, ¿qué pides?
- Que metas un emboque, Sidro.
- Me queda una bola, Neluca.
- Pues con esa.
- ¡Hum!
- ¡Ánimo, Sidro, ánimo! Aquí estoy yo, tu Neluca.
- ¿Y si no le meto, Nela?
- Me moriré de rabia, Sidro; de rabia... Mira los de Cartes cómo se pavonean. ¿Los ves? Están en sus glorias.
- Ya los veo, Nela. ¡Malditos de ellos!... Si yo...
- El emboque, Sidro, el emboque...
- ¡Allá va, Nela!... y si no le meto, me tiro de cabeza por la presa del molino... ¡Juera miedo!
Sidrón cogió la bola, la pulsó, y dirigiéndose a sus compañeros, que estaban pálidos de ira y de vergüenza, les gritó: ¡Eh, muchachos!... No tiembléis, ¡cobardis!, ¡que entodavía me queda una bola y el bautizo del nene!...
- ¡Están verdis! –gritó una voz desde el fondo de las gradas.
- Verdis o maduras, pa Sidrón son las uvas. ¡Allá va, malditos!... ¡A la salú de Neluca!...
La bola salió disparada como un cohete, y borleando por el aire, y al final de su descenso, estacó como un proyectil contra el bolo primero de la calle del medio, revolviendo como un rayo y en escuadra rectísima sobre la derecha, hasta estrellarse en el tablón, después de haber rebasado con limpieza el emboque y la raya.
Un grito colosal de frenético entusiasmo resonó en toda la plaza; multitud de mozos se lanzaron al terreno, y cogiendo a Sidrón, le suspendieron en alto y le pasearon en triunfo por la plaza.
Los de Cartes volvieron a tirar, pero sin resultado. Hubo un incidente: al tirar El Camplengo la última bola, una voz tonante y poderosa gritó desde las gradas: ¡Ahora sí que están verdis, fantesioso!... Esi emboque no le mete naide más que Sidrón.
- Niego la consecuencia –gritó Sidrón desde el medio de la plaza-. Esi emboque no le he metido yo; le ha metido ella, Neluca, la mi Neluca... ¡Viva Puente San Miguel! ¡Viva!...

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